Democracia de la vereda para adentro

Por J.I.P. | El sábado fui a ver a un conocido a Mataderos en bici y cuando estaba pegando la vuelta hacia Almagro City tomé la mala decisión de agarrar José M. Moreno rumbo a Rivadavia, donde como muchos saben esa calle cambia de nombre y pasa a llamarse Acoyte. En esa esquina en cuestión había una multitud de a pie gritando, agitando banderas de Argentina y cortando el tránsito, mientras que otra multitud en auto tocaba bocina, ya sea por aprobación o bien por el fastidio cotidiano al que los vehículistas porteños se exponen en la impredecible aventura de conducir por Buenos Aires. Se trataba esa esquina de un meeting point de la «marcha de la democracia», como le dicen algunos, o del «1A», como gustan denominarlo otros (en una extraña analogía con las coordenadas de la Batalla Naval, ese juego donde gana el que hunde al rival).

Los convocados gritaban varias consignas, entre las cuales se destacaba una palabra que sonaba a exordio: «¡De-mo-cracia! ¡De-mo-cracia!». Siempre me gusta entreverarme en movilizaciones (ya sean propias o ajenas) y mirar las caras, semblantear los rostros e imaginarme si yo, por ejemplo, podría sentarme a tomar un mate con esas gentes y entregarme a uno de los ejercicios más maravillosos de la vida: la conversa, el debate. Es algo que suelo tener con gente que opongo ideológicamente (aunque debo reconocer que cada vez menos, ya que mis amigos macristas y afines, que antes gustaban de aguijonearme y contraponerme, ahora ya no parecen tan interesados en estas lides, sobre todo los que consiguieron calificados puestos en el actual gobierno).

Como dije, me puse a mirar caras al azar. Digamos que muchas, todas las que pude hasta que al tercer semáforo un señor arrió a los manifestantes contra las veredas y la masa empezó a replegarse. Ese imprevisto desplazamiento me desfavoreció, ya que es tanto más difícil moverse entre una multitud con una bicicleta a cuestas. Así las cosas, cuando el semáforo abrió a verde quedé prácticamente en el segundo carril de Rivadavia porque ninguno de los manifestantes me habilitó un resquicio para ganarme la vereda. Es decir que quedé en la calle con los autos acelerándome por los costados. Una particular mirada de la democracia, ¿no? Digo: llega a la vereda el más rápido, el más apto o el más insensible. O todo al mismo tiempo. Podrían haber cantado «Meritocracia» en vez de «Democracia» y nadie iba a notar la diferencia.

No voy a negar que un toque de desesperación de apoderó de mi, por no decir que me cagué en las patas. Miré nuevamente algunas caras, buscando quizás ayuda en esas gentes que promediaban la edad de mis queridos pero finados abuelos. Sinceramente no advertí un solo gesto de empatía, ni un mínimo rasgo de conmiseración. Apenas una señora que me miraba y se reía: «¡Nene, apurate porque los autos te van a estropear la bici!», dijo, preocupada más por el objeto que por el sujeto. A su lado, varios gerontes festejaron la gracia. Sentí que todos notaban que no era parte de esa masa de «autoconvocados», lo cuál de ningún modo sentía que me volvía diferentes a ellos. Qué gil.

La solidaridad, que evidentemente no era una de las premisas de los movilizados, no provino de la vereda llena de manifestantes, sino de la calle transitada por autos ocasionales, quienes me esquivaban como si fuera un torero. Y ahí ya no necesité mirar más caras para entender que no podía tomarme ni un mate con semejantes defensores de la democracia. Aunque evidentemente ellos lo entendieron mucho antes que yo.

 

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